CAPITULO IV

EL TERRORISMO

 

"La revolución —gime Kautsky— nos ha traído el más sangriento terrorismo ejercido por Gobiernos socialistas. Comenzaron los bolcheviques rusos, que fueron severamente juzgados por los demás socialistas no partidarios del bolchevismo, entre ellos los mayoritarios alemanes. Pero apenas éstos sintieron amenazado su poder, acudieron a los mismos medios que tan duramente habían censurado" (pág. 7). Parece, pues, que de estas premisas debería deducirse la conclusión de que el terrorismo está ligado a la naturaleza de la Revolución mucho más profundamente de lo que habían pensado algunos sabios. Kautsky saca por sí propio una conclusión diametralmente opuesta. El desarrollo formidable del terrorismo de blancos y rojos en las últimas revoluciones —rusa, finlandesa, alemana, austriaca, húngara— es para él una prueba de que estas revoluciones se han apartado de la buena senda y no se han mostrado como hubieran debido ser, conforme a sus teóricos ensueños. Sin pararnos a discutir acerca de la "inmanencia" del terrorismo considerado "en sí" en la revolución, entendida también "en si", detengámonos en el ejemplo de algunas revoluciones, tales como nos las muestra la Historia viva de la Humanidad.

Recordaremos, en primer término, la Reforma, que traza una especie de demarcación entre la historia de la edad media y la historia moderna: cuanto más abarcaba los intereses profundos de las masas populares, más amplitud tomaba, más encarnizada se hacía la guerra civil que se desarrollaba bajo los estandartes religiosos y más despiadado era el terror por ambas partes.

En el siglo XVII, Inglaterra hizo dos revoluciones: la primera, que promovió violentas conmociones sociales y largas guerras, provocó, sobre todo, la ejecución de Carlos I; la segunda, terminó con el feliz advenimiento al trono de una dinastía nueva. La burguesía inglesa y sus historiadores consideran estas dos revoluciones desde puntos de vista muy diferentes: la primera es, a sus ojos, una abominable jacqueria, una "vasta rebelión"; la segunda, ha sido bautizada con el nombre de "revolución gloriosa". El historiador francés Agustín Thierry ha indicado las causas de esta diversidad de apreciación. En la primera revolución inglesa, en la "vasta rebelión", el pueblo actuaba, mientras que en la segunda estaba casi "callado". De donde resulta que en un régimen de esclavitud de clase es muy difícil enseñar los buenos modales a las masas oprimidas que, exasperadas, se baten con chuzos y piedras. A los historiadores al servicio de los monarcas y explotadores, les ofende esto a veces. Advirtamos, no obstante, que en la historia de la nueva Inglaterra (burguesa) es la "vasta rebelión" y no la "revolución gloriosa" la que se considera como un suceso capital.

El acontecimiento más considerable de la historia moderna después de la Reforma y la "vasta rebelión" —acontecimiento que por su importancia deja muy por bajo a los dos precedentes— ha sido la Revolución francesa.

La Revolución clásica ha engendrado el terrorismo clásico. Kautsky está dispuesto a excusar el terror de los jacobinos, reconociendo que ninguna otra medida les hubiese permitido salvar la República. Pero para nadie vale esta justificación tardía. Para los Kautsky de fines del siglo XVIII (los jefes de los girondinos franceses), los jacobinos personificaban el mal. He aquí, en toda su vulgaridad, una comparación de los girondinos con los jacobinos bastante instructiva. La encontramos trazada por la pluma de uno de los historiadores burgueses franceses. "Unos como otros querían la República..." Pero los girondinos "querían una República legal, libre, generosa. Los montañeses deseaban (!) una República despótica y terrible. Unos y otros eran partidarios de la soberanía del pueblo; pero los girondinos, justamente entendían por pueblo el conjunto de la nación, mientras que para los montañeses no era pueblo más que la clase trabajadora, por lo cual sólo a ella debía pertenecer el Poder". La antitesis entre los caballerescos paladines de la Asamblea Constituyente y los sanguinarios que han establecido la dictadura del proletariado está bastante bien señalada en ese párrafo, naturalmente en los términos políticos de la época.

La dictadura de hierro de los jacobinos había sido impuesta por la situación sumamente crítica de la Francia revolucionaria. He aquí lo que de ella dice un historiador burgués: "Los ejércitos extranjeros habían entrado en territorio francés por cuatro lados a la vez: al Norte, los ingleses y austriacos; en Alsacia, los prusianos; en Dauphné y hasta Lyón, los piamonteses; en el Rosellón, los españoles. Y esto en el momento en que la guerra civil hacía estragos en cuatro puntos diferentes, en Normandia, en la Vendée, en Lyon y en Tolón." A esto hay que añadir los enemigos del interior, los innumerables defensores ocultos del viejo orden de cosas, prestos a ayudar al enemigo por todos los medios.

El rigor de la dictadura del proletariado en Rusia —diremos nosotros ahora, por nuestra cuenta— ha sido condicionado por circunstancias no menos críticas. Teníamos un frente ininterrumpido desde el Norte hasta el Sur, del Este al Oeste. Además de los ejércitos contrarrevolucionarios de Koltchak, de Denikine, etc., la Rusia soviética estaba atacada por los alemanes, austriacos, checo-eslovacos, rumanos, franceses, ingleses, americanos, japoneses, finlandeses, estonios y lituanos. En el interior del país, bloqueado por todas partes y consumido por el hambre, había incesantes complots, levantamientos, actos terroristas, destrucciones de depósitos, de ferrocarriles y puentes. "El Gobierno, que se había encargado de combatir al enemigo del exterior y el interior, no tenía dinero, ni ejército suficiente, no tenia nada en una palabra, salvo una energía sin límites, un apoyo caluroso de los elementos revolucionarios del país y la audacia de recurrir a todas las medidas para la salvación de la patria, cualesquiera que fuesen su arbitrariedad, ilegalidad y vigor." En estos términos caracterizaba antaño Plejanov el Gobierno de los jacobinos. (El Social-Demócrata: Resumen político y literario de un período de tres meses. Febrero, tomo 1; Londres, 1890. Artículo sobre el "Centenario de la Gran Revolución", páginas 6-7.)

Pero fijémonos en la revolución ocurrida en la segunda mitad del siglo XIX, en los Estados Unidos, país de la "democracia". Aunque se tratara de la abolición, no de la propiedad privada, sino de la trata de negros, las instituciones democráticas no fueron por ello menos incapaces de resolver el conflicto pacíficamente. Los Estados del Sur, derrotados en las elecciones presidenciales de 1860, habían decidido recobrar a cualquier precio la influencia que hasta entonces habían ejercido para el mantenimiento de la esclavitud de los negros; y, pronunciando, como de costumbre, discursos grandilocuentes sobre la libertad y la independencia, fomentaban la rebelión de los esclavistas. Todas las consecuencias ulteriores de la guerra civil debían resultar inevitablemente de esto. Desde que empezó la lucha, el Gobierno militar de Baltimore encerraba en el fuerte de Mac Henry, a pesar del habeas corpus, a muchos partidarios de la esclavitud. La cuestión de la legalidad o ilegalidad de estos actos era objeto de una calurosa discusión entre los "principales notables" de la comarca. El juez supremo, Teiney, declaró que el Presidente de la República no tenía derecho a suspender la acción del habeas corpus ni a conferir semejantes poderes a las autoridades militares. "Tal es, según toda probabilidad, la solución normal de esta cuestión —dice uno de los primeros historiadores de la guerra americana—. Pero la situación era tan crítica y tan imperiosa la necesidad de tomar medidas radicales contra la población de Baltimore, que el Gobierno y el pueblo de los Estados Unidos reclamaban las medidas más enérgicas." (Historia de la guerra americana, por Fletcher, teniente coronel de Infantería de la Guardia; traducida del inglés. San Petersburgo, 1867, pág. 95.)

Los pocos objetos que necesitaba el Sur revolucionario le eran suministrados secretamente por los comerciantes del Norte. En estas condiciones, a los habitantes del Norte no les quedaba otro remedio que recurrir a las represiones. El 6 de agosto de 1861 fue ratificado por el presidente un proyecto del congreso sobre la confiscación de la propiedad privada empleada para fines insurreccionales. El pueblo, representado por los elementos más democráticos, era partidario de las medidas extremas; el Partido Republicano tenía en el Norte una mayoría decisiva, y todos los sospechosos de secesionismo, esto es, de favorecer a los estados disidentes del sur, eran objeto de violencias. En algunas ciudades del norte, y hasta en los estados de la Nueva Inglaterra, que se vanagloriaban de su buen orden, la población asaltó en varias ocasiones los locales de los periódicos que defendían a los partidarios de la esclavitud insurrectos, y rompió sus máquinas. No era raro ver a los editores insurrectos untados de alquitrán, envueltos en plumas y paseados por las calles hasta que consentían en jurar fidelidad a la Unión. La personalidad del propietario de un plantío untado de alquitrán no tenía nada de común con "la cosa en sí", y el imperativo categórico de Kant sufrió en el curso de la guerra civil americana más de un fracaso de esta índole. Pero no es esto todo. "Por su parte, el gobierno —nos refiere el mismo historiador— dictó también diversas medidas de represión contra las publicaciones que no adoptaban su punto de vista. Y la prensa americana, que había gozado hasta entonces de la mayor libertad, se encontró de pronto en una postura tan molesta corno la de las monarquías absolutas de Europa. La libertad de palabra corrió la misma suerte. Así, pues —sigue el teniente coronel Fletcher—, el pueblo americano se vio privado en el mismo momento de la mayor parte de sus libertades. Es de notar —añade en moralista— que la mayoría de la población estaba de tal modo absorta por la guerra y tan profundamente dispuesta a realizar todos los sacrificios por alcanzar su fin que, lejos de lamentar la pérdida de sus libertades, parecía no darse cuenta de ello." (Historia de la guerra americana, págs. 162-164.)

Los sanguinarios esclavistas del sur y su turba desencadenada de criados, procedieron con un furor mucho más grande aún. "En todas partes —refiere el conde de París— donde se formaba una mayoría en favor de los propietarios esclavistas, la opinión pública obraba despóticamente frente a la minoría. A todos los que echaban de menos la bandera nacional, se les obligaba a guardar silencio. Pero esto no pareció bastante. Como ocurre en todas las revoluciones, se obligó a los indiferentes a que manifestaran su adhesión a la nueva causa. Los que se negaban a ello eran abandonados al odio y la violencia del populacho... En todos los centros de la civilización naciente (estados del sudoeste) se constituyeron comités de vigilancia, integrados por todos los que se habían señalado por su extremismo en el curso de la lucha electoral... La taberna era el sitio ordinario de las reuniones, y, en ella, a la orgía se mezclaba una desdichada parodia de las formas soberanas de la justicia. Algunos energúmenos, sentados alrededor de un mostrador por el que corría el whisky, juzgaban a sus conciudadanos presentes y ausentes. El acusado, antes de ser interrogado, veía ya preparar la cuerda fatal. Y el que no comparecía ante el tribunal, sabía su condena al caer bajo la bala del verdugo oculto entre las malezas de la selva..." Este cuadro evoca las escenas que ocurren a diario en las regiones donde operan Denikine, Koltchak, Youdenitch y demás campeones de la "democracia" franco-inglesa y americana.

Cómo se planteaba la cuestión del terrorismo bajo la Commune de Paris, lo veremos más lejos. Sea como quiera, los esfuerzos que hace Kautsky por oponer la Commune a nuestra Revolución no tienen el menor fundamento y le obligan a recurrir a una ruin fraseología.

Parece que deben considerarse las capturas de rehenes como "inherentes" al terrorismo de la guerra civil. Kautsky, adversario del terrorismo y de la captura de rehenes, es sin embargo defensor de la Commune de París (verdad es que ocurrió hace cincuenta años). La Commune, empero, había cogido rehenes. Esto parece que debía originar a nuestro autor cierto embarazo. Pero ¿para qué serviría la casuística si no fuese para estas circunstancias?

Los decretos de la Commune sobre los rehenes y su ejecución como respuesta a las crueldades de los versalleses, fueron motivados —según la profunda explicación de Kautsky— por el deseo de conservar las vidas humanas y no por un deseo de crímen. ¡Admirable descubrimiento! No falta más que ensancharlo. Se puede y se debe hacer comprender que en tiempos de guerra civil exterminamos a los guardias blancos con el objeto de que ellos no exterminen a los trabajadores. Nuestro propósito, pues, no es suprimir vidas humanas, sino preservarlas. Si ocurre que para su preservación tenemos que combatir con armas en mano, y si esto nos lleva ha hacer exterminaciones, hay en ello un enigma cuyo secreto dialéctico ha sido puesto en claro por el viejo Hegel, para no hablar de sabios que pertenecen a escuelas más antiguas.

La Commune no hubiera podido sostenerse y afianzarse más que haciendo una guerra sin cuartel a los versalleses. Estos tenían buen número de agentes en París. En guerra con las bandas de Thiers, la Commune no hubiera podido hacer otra cosa que exterminar a los versalleses, tanto en el frente como en retaguardia. Si su autoridad se hubiese extendido fuera de París, habría chocado —en el curso de la guerra civil contra el ejército de la Asamblea Nacional— con enemigos mucho más peligrosos, en el seno mismo de la población. La Commune no hubiese podido, haciendo frente a los realistas, conceder la libertad de palabra a sus agentes de retaguardia.

Kaustky, a pesar de los grandes acontecimientos actuales, no tiene ninguna idea de la guerra en general y de la guerra civil en particular. No llega a comprender que todo partidario de Thiers en París no era más que un simple "adversario" ideológico de los comunalistas, pero que un espía o agente de Thiers era un enemigo mortal que acechaba el momento para herirles a traición. Ahora bien, al enemigo se le debe poner en condiciones de que no pueda hacer daño, lo que en tiempo de guerra no puede traducirse más que por su supresión.

En la revolución, como en la guerra, se trata de quebrantar la voluntad del enemigo, de obligarle a capitular aceptando las condiciones del vencedor.

La voluntad es, seguramente, un hecho de orden psicológico, pero, a diferencia de un mitin, de una reunión pública o de un congreso, la revolución persigue sus fines echando mano de medios materiales, aunque en menor medida que la guerra.

La burguesía conquistó el poder insurreccionándose, y lo afianzó con la guerra civil. En tiempo de paz, lo conserva con ayuda de un instrumento de coerción muy complejo. Mientras haya una sociedad de clases, basada en los antagonismos más profundos, el uso de las represiones será indispensable para someter a la parte adversa.

Aunque la dictadura del proletariado naciese, en algunos países, en el seno de la democracia, la guerra civil no se habría evitado por esto. La cuestión de saber a quién pertenecerá el poder en el país, es decir, si la burguesía debe vivir o perecer, se resolverá, no por referencias a los artículos de la constitución, sino recurriendo a todas las formas de la violencia. Haga lo que quiera Kaustky para analizar el alimento del antropopiteco y demás circunstancias próximas o remotas que le permitan determinar las causas dc la crueldad humana, no hallará en la historia otro medio de quebrantar la voluntad de clase del enemigo que la apelación enérgica a la fuerza.

El grado de violencia de la lucha depende de toda una serie de condiciones interiores e internacionales. Cuanto más obstinada y peligrosa. sea la resistencia del enemigo de clase vencido, más inevitablemente el sistema de coerción se transformará en sistema de terror.

Pero aquí Kautsky toma inopinadamente una nueva posición en la lucha contra el terrorismo sovietista; finge ignorar la furiosa resistencia contrarrevolucionaria de la burguesía rusa. "No se ha observado —dice— semejante encarnizamiento en Petrogrado y Moscú en noviembre de 1917 y menos aún en Budapest recientemente."

A consecuencia de este gracioso modo de plantear la cuestión, el terrorismo resulta ser simplemente un producto del espíritu sanguinario de los bolcheviques, que rompen al mismo tiempo con las tradiciones del herbívoro antropopiteco y las lecciones de moral del "kautskismo".

La conquista del poder por los Soviets a principios de noviembre de 1917 se efectuó a costa de pérdidas insignificantes. La burguesía rusa se sentía de tal modo alejada de las masas populares, de tal modo impotente, tan comprometida por el curso y la terminación de la guerra, tan desmoralizada por el régimen de Kerensky, que no se arriesgó, por decirlo así, a resistir. En Petersburgo, el Gobierno de Kerensky fue derribado casi sin lucha. En Moscú se prolongó la resistencia, sobre todo por el carácter indeciso de nuestras propias acciones. En la mayor parte de las capitales de provincia, el poder pasó a manos de los Soviets, sólo con la llegada de un simple telegrama de Petersburgo o Moscú. Si las cosas no hubiesen pasado de ahí, no habría existido terror rojo. Pero desde noviembre de 1917 fui yo testigo de un comienzo de resistencia por parte de los poseedores. Cierto que fue necesaria la intervención de los gobiernos imperialistas de occidente para dar a la contrarrevolución esa confianza en sí misma y a la resistencia una fuerza siempre creciente, lo que puede probarse por los hechos cotidianos secundarios o importantes que ocurrieron durante toda la revolución sovietista.
El "Gran Cuartel General" (GCG) de Kerensky sabia que no le apoyaban las masas de soldados. Estaba tan dispuesto a reconocer sin resistencia el poder soviético, que entraba en negociaciones con los alemanes para concertar el armisticio. A esto debía seguir una protesta de las misiones militares de la Entente, acompañada de amenazas directas. El GCG se atemorizó. Bajo la presión de los oficiales "aliados" inauguró la resistencia, suscitando de este modo un conflicto armado y el asesinato del general Donzhonine, jefe del Estado Mayor, por un grupo de marineros revolucionarios.

En Petersburgo, los agentes oficiales de la Entente, y especialmente la Misión militar francesa, obrando de concierto con los socialistas revolucionarios y los mencheviques, organizaba abiertamente la resistencia desde el segundo día de la revolución. Movilizaron, armaron y dirigieron contra nosotros a los alumnos de las academias militares (junkers) y a la juventud burguesa. La rebelión de los junkers del 10 de noviembre costó más pérdidas que la revolución del 7 del mismo mes. La aventura Kerensky-Krassnov contra Petersburgo, provocada por la Entente, debía introducir, por supuesto, en la lucha los primeros elementos de encarnizamiento. El general Krassnov, sin embargo, fue puesto en libertad bajo palabra. La insurrección de Yaroslav (en el curso del verano de 1918), que costó tantas víctimas, fue organizada por Savinkof, a las ordenes de la Embajada de Francia y a costa de ésta. Arkhangel fue conquistado conforme el plan de los agentes militares y navales ingleses, con el concurso de los barcos de guerra y aeroplanos de la misma nación. El advenimiento de Koltchak, el hombre de las finanzas americana, ha sido cosa de las legiones extranjeras, checo-eslovacas, a sueldo del Gobierno francés. Kaledine y Krassnov, primeros jefes de la contrarrevolución del Don, a quienes habíamos puesto en libertad, no pudieron obtener más que algunos éxitos parciales gracias al apoyo financiero y militar de Alemania. En Ukrania, el poder soviético fue destruido a principios de 1918 por el militarismo alemán. El ejército contrarrevolucionario de Denikin ha sido creado con los recursos financieros y técnicos de Francia y la Gran Bretaña. Solo por la esperanza de una intervenci6n de Inglaterra y a consecuencia de su ayuda material, fue organizado el ejército de Youdenitch. Los políticos, diplomáticos y periodistas de los países de la Entente, han puesto a discusión con toda franqueza desde hace dos años la cuestión de saber si la guerra civil en Rusia es una empresa lo bastante ventajosa para que se la pueda sostener. En tales condiciones, se necesita un cráneo pétreo por su dureza para encontrar las causas del carácter sangriento de la guerra civil en Rusia en la mala voluntad de los bolcheviques y no en la situación internacional.

El proletariado ruso ha sido el primero que ha hecho la revolución social, y la burguesía rusa, políticamente impotente, ha tenido la audacia de no consentir en su expropiación política y económica, sólo porque veía en todas partes a las burguesías de más rancio abolengo dueñas del poder y provistas de toda la potencia económica, política y, en cierta medida, militar.

Si nuestra revolución de octubre hubiese ocurrido algunos meses o siquiera algunas semanas después de la conquista del poder por el proletariado en Alemania, Francia e Inglaterra, sin duda de ningún género, nuestra revolución hubiera sido la más pacífica, la menos "sangrienta" de las revoluciones posibles en el mundo. Pero este orden histórico —a primera vista el más natural y en todo caso el más ventajoso para la clase revolucionaria rusa—, no ha sido infringido por culpa nuestra, sino por culpa de los acontecimientos: en lugar de ser el último, el proletariado ruso ha sido el primero. Precisamente esta circunstancia ha sido la que ha dado, después del primer período de confusión, un carácter encarnizadísimo a la resistencia de las antiguas clases dominantes de Rusia y ha obligado al proletariado ruso, en el momento de los mayores peligros, de las agresiones del exterior y los complots y alzamientos en el interior, a recurrir a las crueles medidas del terror gubernamental.

Que estas medidas hayan sido ineficaces, nadie puede sostenerlo actualmente. Pero acaso se pretenda considerarlas como "inadmisibles".

La misión y el deber de la clase obrera que se ha adueñado del poder tras una larga lucha, era fortalecerlo inquebrantablemente, asegurar definitivamente su dominación, cortar todo intento de golpe de Estado por parte de sus enemigos y procurarse, por ello, la posibilidad de realizar las grandes reformas socialistas. Para otra cosa no valía la pena conquistar el poder. La revolución no implica "lógicamente" el terrorismo, como tampoco implica la insurrección armada. ¡ Solemne vulgaridad! Pero, en cambio, la revolución exige que la clase revolucionaria haga uso de todos los medios posibles para alcanzar sus fines: la insurrección armada, si es preciso; el terrorismo, si es necesario. La clase obrera, que ha conquistado el poder con las armas en la mano, debe deshacer por la violencia todas las tentativas encaminadas a arrebatárselo. Siempre que se halle en presencia de un complot armado, de un atentado, de un levantamiento, su represión será despiadada. ¿Es que Kautsky ha inventado otros procedimientos? ¿O reduce toda la cuestión al grado de coerción y propondría en este caso que se recurriera al encarcelamiento mejor que a la pena de muerte?

La cuestión de las formas y del grado de la represión no es seguramente cuestión "de principio". Es problema de medida para conseguir el fin. En una época revolucionaria, el partido que ha sido arrojado del poder o que no quiere admitir la estabilidad del partido que dirige y lo prueba sosteniendo una furiosa lucha contra él, no se dejará intimidar por la amenaza de encarcelamientos en cuya duración no cree. Sólo por este simple hecho decisivo se explica la frecuente aplicación de la pena de muerte en la guerra civil.

Pero ¿acaso quiere decir Kautsky que la pena de muerte no está en general conforme con el fin que se desea alcanzar, y que es imposible aterrar a las "clases"?

Esto tampoco es verdad. El terror es impotente —aunque sólo en último extremo— si se aplica por la reacción contra el partido que se rebela en virtud de las leyes de su desenvolvimiento histórico. En cambio, el terror es eficaz contra la clase reaccionaria, que no se decide a abandonar el campo de batalla. La intimidación es el medio más poderoso de acción política, tanto en la esfera internacional como en el interior de cada país. La guerra, como la Revolución, en la intimidación se basan. Una guerra victoriosa no extermina, por regla general, más que a una parte ínfima del ejército vencido, pero desmoraliza a las restantes y quebranta su voluntad. La revolución procede del mismo modo: mata a unas cuantas personas, aterra a mil. En este sentido, el terror rojo no se diferencia en principio de la insurrección armada, de la que no es más que continuación. No puede condenar "moralmente" el terror gubernamental de la clase revolucionaria sino aquel que, en principio, repruebe (de palabra) toda violencia en general. Pero para esto es preciso ser un cuákero hipócrita.

¿Cómo, pues, distinguir vuestra táctica de la autocrática? —nos preguntan los pontífices del liberalismo y del "kautskismo".

¿No lo comprendéis, falsos devotos? Pues os lo explicaremos. El terror del zarismo estaba dirigido contra el proletariado. La gendarmería zarista estrangulaba a los trabajadores que luchaban por el régimen socialista. Nuestras Comisiones Extraordinarias fusilan a los grandes propietarios, a los capitalistas, a los generales que intentan restablecer el régimen capitalista. ¿Percibís este... matiz? ¿Sí? Para nosotros, los comunistas, es por completo suficiente.

 

 

LA LIBERTAD DE PRENSA

 

Kautsky, autor de un gran número de libros y artículos, se siente afligido sobre todo por los ataques a la libertad de prensa. ¿Es admisible suprimir los periódicos?

En tiempo de guerra, todas las instituciones, órganos del poder gubernamental y de la opinión pública, se convierten directa o indirectamente en órganos para la dirección de la guerra. Esto ocurre en primer término con la prensa. Ningún Gobierno que sostenga una guerra seria puede permitir la impresión en su territorio de publicaciones que abiertamente o no favorezcan al enemigo. A mayor abundamiento, en período de guerra civil. La naturaleza de esta última es de tal suerte que ambos bandos tienen en la retaguardia de sus tropas poblaciones que hacen causa común con el enemigo. En la guerra, donde la muerte sanciona los éxitos y los fracasos, los agentes enemigos que se han introducido en la retaguardia de los ejércitos, deben sufrir la pena de muerte. Ley inhumana sin duda; pero nadie todavía ha considerado la guerra como una escuela de humanidad; con menos motivos aún, la guerra civil. ¿Puede exigirse en serio que durante la guerra con las bandas contrarrevolucionarias de Denikine, se permita que aparezcan sin dificultad en Petrogrado y Moscú las publicaciones que los defienden? Proponerlo en nombre de la "libertad" de prensa, equivaldría a exigir en nombre de la publicidad la publicación de los secretos militares. "Una ciudad sitiada —escribía el comunalista Arturo Arnoux— no puede admitir ni que el deseo de verla capitular se exprese en su seno, ni que se excite a la traición a sus defensores, ni que se comuniquen al enemigo los movimientos de sus tropas". Tal ha sido, sin embargo, la situación de la República soviética desde su establecimiento. Escuchemos, no obstante, lo que dice Kautsky a este respecto.

"La justificación de este sistema (se trata de la supresión de la prensa) descansa sobre la ingenua concepción de que existe una verdad absoluta (¡) en cuya posesión se encuentran los comunistas (¡!)... Y además —continúa Kaustky—, en la creencia de que el resto de los escritores son embusteros (¡!) y sólo los comunistas fanáticos de la verdad (¡!). Pero en realidad en todos los campos se encuentran embusteros y fanáticos de lo que como verdad consideran." Etcétera, etc., etc.

Así, pues, para Kautsky, la revolución en su fase aguda, cuando se trata de vida o muerte para las clases, sigue siendo como antaño una discusión literaria con el fin de establecer... la verdad. ¡Qué profundo es esto!... Nuestra "verdad" seguramente no es absoluta. Pero como a la hora presente estamos vertiendo sangre en nombre suyo, no tenemos razón ni posibilidad alguna de entablar una discusión literaria sobre la relatividad de la verdad con los que nos "critican" echando mano de todo. Nuestra misión no consiste en castigar a los falaces y alentar a los justos de la prensa de todos los matices, sino exclusivamente en ahogar la mentira de clase de la burguesía y en asegurar el triunfo de la verdad de clase del proletariado —independientemente de que haya en los dos campos fanáticos y mendaces.

"El poder soviético —sigue afligiéndose Kautsky— ha destruido la única fuerza capaz de extirpar la corrupción: la libertad de prensa. El control mediante una libertad de prensa ilimitada hubiera sido el único medio de contener a los bandidos y aventureros, que inevitablemente querrán aprovecharse de todo poder no limitado, dictatoria..." (pág. 140). Y así sucesivamente. ¡La prensa, arma segura contra la corrupción! Esta receta liberal suena muy tristemente cuando se piensa en los dos países de mayor "libertad" de prensa: América del Norte y Francia, que son al propio tiempo los mismos donde la corrupción capitalista alcanza su apogeo.

Alimentado de las chismografías en desuso de las trastiendas políticas de la revolución rusa, Kautsky se figura que, privada de la prensa de los cadetes y mencheviques, la organización soviética será pronto destruida por los "bandidos y aventureros". Tal era la voz de alarma de los mencheviques hace año y medio... A la hora presente, no se atreverían a repetirla. Gracias al control sovietista y a la selección que hace sin cesar el partido en un ambiente de lucha encarnizada, el poder soviético ha dado buena cuenta de los bandidos y aventureros, puestos al descubierto en el momento de la revolución, incomparablemente mejor que lo hubiera hecho en cualquier otro instante otro poder cualquiera.

Hacemos la guerra. Luchamos, no en broma, sino a muerte. La prensa no es el arma de una sociedad abstracta, sino de dos campos irreconciliables que combaten con las armas en la mano. Suprimimos la prensa de la contrarrevolución como destruimos sus posiciones fortificadas, sus depósitos, sus comunicaciones, sus servicios de espionaje. Nos privamos de las revelaciones de los cadetes y mencheviques sobre la corrupción de la clase obrera. Pero, en cambio, deshacemos victoriosamente las bases de la corrupción capitalista.

Kautsky va más lejos en el desarrollo de su tema: se queja de que impidamos la publicación de los periódicos de los socialistas revolucionarios y de los mencheviques y hasta de que —lo que también ocurre— detengamos a sus directores. ¿Es que aquí no se trata de "matices" que existen en el proletariado o en el movimiento socialista? Nuestro pedagogo, detrás de estas palabras, no ve los hechos. Los mencheviques y socialistas revolucionarios no constituyen para él más que tendencias políticas, mientras que en el curso de la revolución se han transformado en organizaciones en estrecho contacto con los contrarrevolucionarios y que nos hacen una guerra declarada. El ejército de Koltchak ha sido formado por los socialistas revolucionarios (¡cuán a falso y vacío suena hoy este nombre!) y sostenido por los mencheviques. En el frente norte, unos y otros combaten contra nosotros hace año y medio. Los directores mencheviques del Cáucaso, antiguos aliados de los Hohenzollern, aliados hoy de Lloyd George, detenían y fusilaban a los bolcheviques de perfecto acuerdo con los oficiales ingleses y alemanes. Los mencheviques y los socialistas revolucionarios de la Rada de Kouban han creado el ejército de Denikin. Los mencheviques estonios, miembros del gobierno, han tomado parte directamente en la última ofensiva de Youdenitch contra Petersburgo.

Tales son las "tendencias" del socialismo... Kautsky cree que se puede estar en guerra declarada con los mencheviques y socialistas revolucionarios que, con ayuda de los ejércitos de Youdenitch, de Koltchak, de Denikin, creados gracias a su concurso, obran en contra nuestra, y conceder al mismo tiempo, en la retaguardia de nuestro frente, la libertad de prensa a estos "inocentes matices". Si el conflicto entre los socialistas revolucionarios y los mencheviques hubiese podido ser resuelto por la persuasión y el voto, es decir, si no estuviesen detrás los imperialismos rusos y extranjeros, no habría guerra civil.

Kautsky, naturalmente, está dispuesto a "condenar" (superflua gota de tinta) el bloqueo, el apoyo otorgado a Denikin por la Entente, y el terror blanco. Pero desde la altura de su imparcialidad no puede dejar de hallar circunstancias atenuantes a este último. El terror blanco, fíjense ustedes bien, no viola sus principios, mientras que los bolcheviques, al aplicar el terror rojo, son infieles al "valor sagrado" de la vida humana, proclamado por ellos... (pág. 260). Lo que en la práctica significa el respeto al valor sagrado de la vida humana y en qué se diferencia del mandamiento "No matarás", es lo que se abstiene de explicar Kautsky. Cuando un bandido levanta su cuchillo sobre un niño, ¿se puede matar al primero para salvar al segundo? ¿No es esto un atentado contra el "valor sagrado" de la vida humana? ¿Se puede matar a un bandido para salvar la propia vida? ¿Es admisible la insurrección de los esclavos contra sus dueños? ¿Lo es que un hombre alcance la liber.tad a costa de la vida de sus carceleros? Si la vida humana es, en general, sagrada e inviolable, hay que renunciar a recurrir no sólo al terror, a la guerra, sino también a la Revolución. Kautsky no se da cuenta de la significación contrarrevolucionaria del "principio" que trata de imponernos. Veremos, por otra parte, que nos reprocha el haber concertado la paz de Brest-Litovsk. En su opinión, debíamos haber seguido la guerra. Pero entonces, ¿en qué se convierte el "valor sagrado" de la vida humana? ¿Dejará de ser sagrada la vida cuando se trata de individuos que hablan otro idioma? ¿O considera Kautsky que los asesinatos en masa, organizados conforme a las reglas de la estrategia y la táctica modernas, no son asesinatos? A decir verdad, es difícil afirmar en nuestra época un principio más hipócrita e inepto. Mientras la mano de obra y, por consiguiente, la vida sea un artículo de comercio, de explotación y dilapidación, el principio del "valor Sagrado de la vida humana" no será sino la más infame de las mentiras, cuyo objeto es mantener a los esclavos bajo el yugo.

Hemos luchado contra la pena de muerte introducida por Kerensky, porque era aplicada por los Tribunales marciales del antiguo ejército contra los soldados que se negaban a continuar la guerra imperialista. Hemos arrancado esta arma de manos de los antiguos consejos de guerra. Hemos destruido estas instituciones y licenciado al antiguo ejército que las había creado. Al exterminar en el ejército rojo y en todo el país en general a los conspiradores revolucionarios, que trataban de restablecer el viejo régimen mediante la insurrección, el asesinato, la desorganización, hemos procedido en conformidad con las férreas leyes de la guerra, por la cual queremos asegurar nuestra victoria.

Si se buscan las contradicciones formales, ni que decir tiene que hay que observar, ante todo, el terror blanco, arma de las clases que se tienen por cristianas, que protegen la filosofía idealista y están firmemente convencidas de que la personalidad (la suya) es la personalidad humana, fin en si. Por lo que a nosotros se refiere, nunca hemos perdido el tiempo en las charlatanerías de los pastores kautskistas y de los cuákeros vegetarianos acerca del "valor sagrado" de la vida humana. Siempre hemos sido revolucionarios, y hoy, dueños ya del poder, lo seguimos siendo. Para que la personalidad humana llegue a ser sagrada es necesario destruir primero el régimen social que la oprime. Y esta obra no puede realizarse más que a sangre y fuego.

Existe, además, otra diferencia entre el terror blanco y el terror rojo. El actual Kautsky lo ignora, pero para un marxista tiene una importancia capital. El terror blanco es el arma de una clase históricamente reaccionaria. Mientras afirmábamos la impotencia de las represiones del Estado burgués contra el proletariado, no hemos negado nunca que mediante los arrestos y las represalias las clases directoras puedan, en ciertas condiciones, retardar temporalmente el estallido de la revolución social. Pero estábamos convencidos de que no lograrían evitarlo. Nuestra certeza provenía de que el proletariado es una clase históricamente ascendente, y que la sociedad burguesa no puede desenvolverse sin aumentar las fuerzas del proletariado. La burguesía, en los momentos actuales, es una clase en decadencia. No sólo no desempeña el papel esencial en la producción, sino que, por sus métodos imperialistas de apropiación, destruye la economía nacional y la cultura humana. No obstante, la vitalidad histórica de la burguesía es colosal. Se sostiene en el poder y no quiere soltar la presa. Gracias a esto, amenaza arrastrar en su caída a toda la sociedad. Existe la obligación de arrancársela de las manos, y de cortarle éstas para conseguirlo... El terror rojo es el arma empleada contra una clase condenada a perecer y que no se resigna a ello. Si el terror blanco sólo puede retardar la ascensión histórica del proletariado, el terror rojo no hace más que precipitar la caída de la burguesía. En ciertas épocas, la aceleración —que hace ganar tiempo— tiene una importancia decisiva. Sin el terror rojo, la burguesía rusa, aliada con la burguesía mundial, nos hubiera aplastado mucho antes del advenimiento de la Revolución en Europa. Hay que ser ciego para no verlo, o un falsario para negarlo. Quien concede importancia revolucionaria histórica a la existencia misma del poder soviético debe sancionar igualmente el terror rojo. Y Kautsky, después de haber emborronado montañas de papel contra el comunismo y el terrorismo de estos dos últimos años, se ve obligado a reconocer al final de su libro que el poder de los soviets rusos representa actualmente el factor principal de la revolución mundial. "Piénsese como se piense de los métodos bolcheviques, el hecho de que en una gran nación no sólo haya subido al poder un gobierno proletario, sino que lleve ya en él más de dos años sosteniéndose en las más difíciles circunstancias, tiene que elevar enormemente el sentimiento de su fuerza en las clases proletarias de todos los países. Con este hecho, los bolcheviques han trabajado muy eficazmente por la causa de la revolución mundial" (pág. 286). Esta declaración nos sorprende profundamente, como el reconocimiento de una verdad histórica que sobreviene en el momento en que menos se esperaba. Haciendo frente al mundo capitalista coaligado, los bolcheviques han realizado una obra histórica considerable. No se han mantenido en el poder sólo por la fuerza de la idea, sino también por la. fuerza de las armas. La confesión de Kautsky es la sanción involuntaria de los métodos del terror rojo y, al mismo tiempo, la más severa condena de sus propios procedimientos críticos.

 

 

LA INFLUENCIA DE LA GUERRA

 

 

Kautsky ve en la guerra, en su espantosa influencia sobre las costumbres (moral), una de las causas del carácter sangriento de la lucha revolucionaria. Esto es indiscutible. Semejante influencia, con todas las consecuencias que de ella derivan, podía preverse ya en la época en que Kautsky no sabía todavía si debía votarse en pro o en contra de los créditos militares.

"El imperialismo ha roto a viva fuerza el equilibrio inestable de la sociedad —escribíamos hace unos cinco años en un libro alemán sobre La Guerra y el Imperialisnto—. Ha destruido las esclusas por las cuales la social-democracia contenía el torrente de energía revolucionaria y lo ha canalizado en su cauce. Esta formidable experiencia histórica, que ha deshecho de un golpe la Internacional socialista, lleva en su seno, al mismo tiempo, un peligro mortal para la sociedad burguesa. Se ha arrancado el martillo de manos del obrero para sustituirlo por la espada. El obrero, soldado por completo al engranaje de la economía capitalista, se ha encontrado de pronto alejado de su medio y aprende a ver los fines de la colectividad por encima del bienestar doméstico y de la vida.

"Como tiene en las manos las armas que ha forjado él mismo, se coloca en tal situación que la suerte política del Estado depende inmediatamente de él. Los que normalmente le oprimían y despreciaban, le halagan ahora y buscan sus favores. Al mismo tiempo, aprende a conocer íntimamente a los cañones, que, en opinión de Lassalle, constituyen tina de las partes integrantes más importantes de la Constitución. Franquea los límites del Estado, toma parte en las requisiciones violentas, ve pasar las ciudades de unas manos a otras bajo sus golpes. Se producen cambios que su generación no había presenciado nunca.

"Si los obreros avanzados supiesen teóricamente que la fuerza es la madre del derecho, su modo político de pensar les llenaría, por supuesto, de un espíritu de posibilismo y adaptación a la legalidad burguesa. Ahora, la clase obrera aprende a despreciar profundamente y a destruir por la violencia esta legalidad. Los enormes cañones inculcan a la clase obrera la idea de que cuando no se puede desviar un obstáculo, queda aún el recurso de romperlo. Casi todos los adultos pasan por esa horrorosa escuela de realismo social que es la guerra, creadora de un nuevo tipo humano.

"Sobre todas las normas de la sociedad burguesa —con su derecho, su moral y su religión— está suspendido hoy el puño de la necesidad de hierro: "La necesidad no reconoce ley", declaraba el canciller alemán el 4 de agosto de 1914. Los monarcas bajan a la plaza pública a hablar como carreteros, a acusarse de perfidia los unos a los otros. Los gobiernos pisotean las obligaciones que han contraído solemnemente, y la iglesia nacional, como un forzado, encadena a su Dios y Señor al cañón nacional.

"¿No es evidente que estas circunstancias deben provocar los cambios más profundos en la vida psíquica de la clase obrera, después de haberla curado radicalmente del hipnotismo de la legalidad, resultado de una época de política estancada? Las clases poseedoras habrán de convencerse pronto de ello, horrorizadas. El proletariado, que ha pasado por la escuela de la guerra, al primer obstáculo serio que surja en su propio país, sentirá la necesidad imperiosa de emplear el lenguaje de la fuerza. "La necesidad no reconoce ley" lanzará al rostro de los que traten de detenerlo con las leyes de la sociedad burguesa. Y la terrible necesidad que ha reinado en el curso de esta guerra, sobre todo a lo último, incitará a las masas a pisotear muchas, muchas leyes" (páginas 56-57).

Todo esto es indiscutible. Pero hay que añadir además que la guerra no ha ejercido menos influencia sobre la sicología de las clases dominantes; en la misma medida en que las masas se han vuelto exigentes, la burguesía se ha hecho intratable.

En tiempo de paz, los capitalistas aseguraban sus intereses por el robo "pacifico" del asalariado. En tiempo de guerra, se han procurado estos mismos intereses haciendo exterminar multitudes de vidas humanas, lo que ha añadido a su espíritu de dominación un nuevo carácter "napoleónico".

Durante la guerra, los capitalistas se habían acostumbrado a enviar a la muerte a millones de esclavos, nacionales y coloniales, en nombre de los beneficios que obtenían de las minas, ferrocarriles, etc.

En el curso de la guerra han salido de la alta, media y pequeña burguesía centenares de miles de oficiales, de combatientes profesionales —hombres cuyo carácter, templado en la guerra, se ha liberado de todas las conveniencias externas—, de soldados calificados, dispuestos y capaces de defender con encarnizamiento rayando en el heroísmo la situación privilegiada de la burguesía que les ha elevado.

La revolución hubiese sido probablemente más humana si al proletariado se le hubiera ofrecido la posibilidad de librarse de "toda esa banda", como Marx decía. Pero el capitalismo, en el curso de la guerra, ha hecho caer sobre los trabajadores una carga de deudas demasiado aplastante; ha arruinado excesivamente la producción para que se pueda hablar en serio de esta libertad, a costa de la cual la burguesía consentiría en admitir la revolución sin murmurar mucho. Las masas han perdido mucha sangre; han sufrido excesivamente, se han insensibilizado demasiado para tomar semejante decisión, que no podrían realizar económicamente.

Otras circunstancias que actúan en el mismo sentido vienen a añadirse a estas. Las burguesías de los países vencidos, enfurecidas por la derrota, están dispuestas a cargar con las responsabilidades al pueblo, a los obreros y campesinos que no han sido capaces de seguir "la gran guerra nacional" hasta lo último. Desde este punto de vista, las explicaciones de una insolencia sin ejemplo, dadas por Luddendorff en la Comisaría de la Asamblea Constituyente, son de lo más instructivo. Las bandas de Luddendorff ardían en deseos de lavarse de la vergüenza de su rebajamiento internacional con la sangre de su propio proletariado. En cuanto a la burguesía de los países victoriosos, llena de arrogancia, está más dispuesta que nunca a defender su situación social recurriendo a los abominables medios que la han dado la victoria. Hemos visto que la burguesía internacional se ha mostrado incapaz de organizar el reparto del botín sin guerras ni ruinas ¿Puede, en general, renunciar sin combate al botín? La experiencia de los cinco últimos años no permite ninguna duda a este respecto; si antes, por el más puro utopismo, se había podido esperar que la expropiación de las clases poseedoras—gracias a la "democracia"— pasase inadvertida, se realizara sin dolor, sin alzamiento, sin colisiones armadas, sin tentativas de contrarrevolución y sin encarnizadas represiones, hoy nos vemos obligados a reconocer que la situación tan diferente que nos ha sido legada por la guerra imperialista no hace más que duplicar y triplicar el carácter despiadado de la guerra civil y de la dictadura del proletariado.